El proyecto de integración de un valenciano en Nicaragua que ya se replica en 10 países

La crisis de los 40 hizo Antonio dejar su Valencia natal y viajar a otro continente para emprender una nueva experiencia vital.

Este vecino del Cabañal estaba cansado de trabajar en la cocina desde que tenía 13 años y deseaba un cambio. Entonces, un amigo le propuso viajar hasta Costa Rica, “donde no encontré lo que buscaba”, cuenta Antonio. Pero lejos de regresar, decidió cruzar la frontera y pisar Nicaragua, y fue allí donde encajo. Entonces, su cabeza le hizo un click y pensó, “me mato a trabajar once meses al año para tener un mes de vacaciones, y aquí con mucho menos la gente es muy feliz”. La reflexión le llevó a quedarse una temporada en aquel país.

Una vez allí conoció a un niño con una discapacidad auditiva y decidió comprarle un audífono para mejorar su día a día. Y además, contrató a una profesora para que le diera clase. Unos días después la maestra le comentó que había más niños con necesidades y Antonio decidió también ayudarles. Pero su solidaridad no quedó ahí, el valenciano decidió visitar la escuela de educación especial, donde la profesora trabajaba, y se encontró con un lugar que califica como la casa de los horrores. “Afortunadamente la situación en 18 años ha cambiado en Nicaragua”, puntualiza el “Tío Antonio”, que relata que en aquella escuela los niños estaban en una situación “dantesca”. “Tenían diferentes necesidades, había niños con autismo, ciegos, sordos, con parálisis cerebral y necesidades fisioterapéuticas…Y ante esto el gobierno de aquella época mandaba un solo fisio para 40 niños 45 minutos a la semana”.

Ante aquel panorama, el valenciano se ofreció como cocinero y estuvo un tiempo cocinando para aquellos pequeños de la escuela de educación especial.

Como la etapa escolar para aquellos niños acababa a los 16 años, Antonio, les animó a trabajar y los preparó para salir al mundo laboral. Pero aquellos jóvenes llenos de ilusión recibieron una burla como respuesta.

Entonces, el “Tío Antonio” decidió crear empleo para ellos y puso en marcha un taller de hamacas. No tenían mucha idea de cómo elaborarlas, pero decidió que podían aprender por internet (aunque en aquellos momentos la velocidad era pésima, un handicap más para poder desarrollar bien su trabajo. Con esfuerzo y dedicación consiguieron levantar una fábrica artesanal que exportó a más de 30 países y en la que trabajaban ciegos, sordos…

“Aquel muchacho ciego del que se rieron consiguió hacer con sus propias manos una hamaca al Papa Francisco”, resalta con orgullo Antonio.

Tiempo después, el valenciano decidió abrir un restaurante con personal sordo. No fue fácil y no existía ningún referente, pero sirviéndose de iconos e imágenes dispuestas por todo el local, «el Café de las Sonrisas», consiguió realizar un buen servicio “que además superaba las barreras del idioma y demostraba que no hay lenguaje más universal que una sonrisa”, afirma Antonio.

El proyecto del valenciano, cuenta con más de 12 años de existencia y ha inspirado o esta inspirando a medio mundo.