El ladrillo. Artículo de Jaime Alcayde. Arquitecto.
Es frecuente cruzarse en nuestro paisaje con enormes chimeneas del mismo color que la tierra. Altas, con la parte superior ennegrecida y en algunos casos doblada. Sabemos que son parte de un conjunto industrial, de una fábrica, pero no todo el mundo conoce exactamente la razón por la que están ahí.Y si todavía sirven para algo.
Su función principal es contribuir al proceso de producción del elemento constructivo del que precisamente están hechas esas chimeneas: el ladrillo. Es ese elemento sencillo que ha hecho posible la construcción de tantos edificios, muros, bóvedas, forjados, acabados decorativos… con los que estamos verdaderamente familiarizados; y sin embargo, no es algo que consideremos necesariamente ‘antiguo’. Hoy en día, muchos de los edificios que construimos, contemporáneos, aun los queremos de ‘ladrillo caravista’.
Así, sin ser muy conscientes de ello, estamos perpetuando una tradición que empezó hace milenios en un lugar donde había la necesidad de construir pero no existía la piedra: la antigua Mesopotamia. En esas llanuras fértiles, junto al lecho de los ríos solo había un material, la arcilla. Alguien le dio a ese barro forma de ‘bloque macizo’, lo secó al sol y después lo coció en un horno, y así se inventó el ladrillo.
Es cierto que la técnica de la cerámica ya existía en la prehistoria para la creación de vasijas, platos y figuras, lo que podemos llamar ‘artesanía’. Pero dio un gran paso cuando se puso también al servicio de la arquitectura. El muro de ladrillo fue la base estructural de la construcción romana y, combinado con el hormigón, hizo posibles grandes edificios que ahora admiramos, como basílicas, templos y espectaculares termas. También se construyó de ladrillo el ‘arco romano’, solución alternativa a la viga o el dintel plano que usaron antes griegos y egipcios.
La arquitectura medieval apostó por el uso de la piedra, como material sólido y rotundo. Y en los inacabables procesos de construcción de las catedrales góticas, el oficio del cantero fue uno de los principales. La extracción, el corte y la disposición de los sillares de piedra era la base para componer esas enormes y racionales estructuras. Pero no en todos los lugares había piedra, y en muchos casos había de ser traída desde canteras situadas a cientos de kilómetros. Así que a partir del s. XVII en entornos donde en vez de montañas había grandes llanuras y ríos, se retomó la técnica ancestral de uso del barro cocido para fabricar ladrillos.
València ya había sido uno de los principales centros de producción cerámica de la Edad Media, Manises y Paterna (así como Onda) abastecían con ‘productos artesanos’ decorativos a media península y parte del Mediterráneo. Pero fue en el periodo barroco que hemos señalado cuando se extendió la fabricación y el uso del ladrillo en la arquitectura. Los edificios religiosos del XVII y XVIII cambiaron la técnica de construcción de sus bóvedas y cubiertas, dejando de lado las estructuras de piedra y las vigas de madera; ahora se usaría el ladrillo plano dispuesto ‘a panderete’ para construir esas ‘bóvedas tabicadas’. Fue una revolución, en parte se podían construir sin andamios, eran mucho más ligeras, más baratas y evitaban el problema siempre inminente de los incendios. Ese ladrillo plano también se empezó a usar en la arquitectura doméstica: muros, pilares, dinteles de puertas y ventanas, forjados ‘de revoltons’ y ‘escaleras tabicadas’ (esas que todavía hoy vemos donde los escalones se apoyan en superficies curvas en tramos que giran 90º y montan unos sobre otros), hasta hace poco casi las únicas que se construían.
Aunque efectivamente la materia prima del ladrillo era muy barata y su forma muy sencilla, el problema de su producción residía en el modo de cocerlo en el horno. Era un proceso intermitente en el que había que meter una pila de ladrillos trabados y con hueco entre ellos, en un horno fijo de ‘tipo moruno’ donde se alcanzaba una temperatura de 700 – 800º, controlando a mano un fuego inferior. Esto no permitía una rápida ‘producción en serie’, sino más bien un trabajo todavía artesanal.
Fue a finales del s. XIX cuando un ingeniero alemán creó un tipo de horno que revolucionó esta técnica de producción y que desde entonces se conoce con su propio nombre: el horno Hoffman. Se trata de un horno cuya cámara se sitúa al mismo nivel de la calle y se dispone como un espacio continuo de forma circular o con dos calles paralelas conectadas en sus extremos. Estas cámaras serán a la vez el lugar del depósito de los ladrillos ‘en crudo’ y donde se encienda el fuego, controlado desde la parte superior. Y por último, y aquí reside la efectividad del sistema, estarán conectadas a un estrecho pasillo central o ‘tiro’, conectado a su vez subterráneamente con la enorme chimenea.
Fue a principios del s. XX, cuando proliferó la construcción de este tipo de hornos como parte principal de las fábricas de ladrillos, tejas y baldosas en el medio valenciano; allí donde se encontraba la materia prima adecuada: la ‘terra de camp neta’. En los alrededores de la ciudad de València se conocían como ‘rajolars’ y fueron muchos, tantos como chimeneas podemos ver hoy en el paisaje, entre campos de naranjos y huerta. Se concentraron especialmente en dos zonas, en la linea desde Aldaia hasta Paiporta y en la zona de Montcada, Alfara y Foios. Hoy en día, esos ejemplos de producción fabril se conservan en gran parte pero ya no se usan, la mayor parte de las fábricas de ladrillo cerraron en los años 90, así que esas chimeneas permanecen inertes esperando a ser observadas o puestas en valor por alguien que conozca su historia.
Existen hoy en día dos ejemplos de reutilización de estas fábricas, que siguen teniendo un uso concreto. Por un lado, se recomienda la visita al ‘Museu de la rajoleria’ de Paiporta, situado en el antiguo ‘rajolar de Bauset’, una fábrica que funcionó desde 1926 hasta 1993 produciendo ‘prima, rajola y teula’ con el sistema de ‘tiro continuo’ inventado por Hoffman. A través de algunas muestras, un video interactivo y la visita del propio espacio podemos entender el sistema de producción continuo, en el que la ‘zona de fuego’ dentro de esa cámara iba avanzando cada día hasta darle la vuelta al recorrido 2 o 3 veces por semana, y con turnos de trabajo que cubrían las 24h del día para el horno no parara (solo cada 2 o 3 años se interrumpía la producción por mantenimiento). También se explica cómo se construyó en los años 20 la impresionante chimenea de 37 metros de altura, sin andamios ni grúas; con un oficio de ‘maestro de obras’ especializado.
Y en la otra zona de tierra arcillosa de l’Horta, en el término municipal de Foios, se conserva la única fábrica de ladrillos que todavía sigue en funcionamiento, la Cooperativa Ladrillera S.C.V., abierta desde 1931. Ésta utilizó el horno Hoffman hasta 2006, cuando fue sustituido por otro ‘intermitente’ que mejoró la producción y las condiciones de trabajo, al no depender ya de ese ‘tiro continuo’. Aun así, sigue con un modo de producción artesanal de ladrillos macizos, huecos y baldosas cerámicas.
Las chimeneas de todas esas fábricas construidas en los años 20 y 30 del s. XX siguen en pie, algunas de ellas protegidas. Son circulares, octogonales o helicoidales, y alcanzan los 30 metros de altura. Tienen la parte superior ennegrecida y en algunos casos doblada, y están a la espera de que alguien las limpie algún día y las ponga en valor. Seguramente el horno y la fábrica no se conserven entonces, y ese túnel subterráneo que los conecta con la chimenea deje de ser un ‘tiro continuo’ para siempre.