Salvarsán, el primer agente de quimioterapia
Serie: Cómo la Química transforma el mundo
Juan José Borrás Almenar – Universitat de València
Probablemente amable lector, no haya oído nunca el extraño nombre de este compuesto químico que figura en el título. El microbiólogo Alexander Fleming (1881-1955), conocido por ser el descubridor de penicilina (1928), afirmó sobre él: “Salvarsán fue el magnífico origen de la quimioterapia bacteriana, y fue lo que despertó mi interés por esa rama de la ciencia”. Efectivamente Salvarsán fue la primera sustancia química diseñada para atacar directamente a un microorganismo patógeno y por tanto para eliminar el agente causal de una enfermedad infecciosa. Y esa enfermedad era nada menos que la sífilis.
El origen geográfico de la sífilis es objeto de debate científico desde hace décadas. Los primeros casos de sífilis en Europa ocurrieron a finales del siglo XV, cuando la expedición de Cristóbal Colón regreso del Nuevo Mundo descubierto (a finales de 1493). En pocos años, la sífilis se extendió por España, Francia, Alemania e Inglaterra. Soldados, marineros y comerciantes fueron vectores clave en la expansión de la sífilis por Europa. Esta enfermedad recibió varios nombres según los países afectados y quienes eran sus más acérrimos enemigos: los italianos la llamaban “el morbo francés”, los franceses la llamaban “el mal napolitano” y los ingleses “la plaga española”.
A lo largo de los siglos, los tratamientos para esta enfermedad fueron de lo más variopinto y, realmente, muy poco eficaces. En general, se utilizaban compuestos de mercurio o arsénico, altamente tóxicos. Con frecuencia estos tratamientos acababan con la muerte del paciente con síntomas asociados a un envenenamiento por mercurio o arsénico: perdida de pelo y dientes, anemia, fallos hepáticos y renales, etc. A modo de ejemplo, uno de uno de los tratamientos del siglo XVI consistía en hornear al paciente durante 30 días, mientras respiraba los vapores de mercurio generados al calentar cinabrio (sulfuro de mercurio(II), HgS). No es descabellado pensar que muchos preferirían sufrir los efectos de la enfermedad a ese suplicio.
La sífilis seguía siendo, aun a principios del siglo XX, una de las enfermedades más temibles, además de ser un auténtico estigma social, comparable con lo que fue el SIDA, en la década de 1980-90. Como le ocurriría al SIDA, esta enfermedad de transmisión sexual era considerada una enfermedad «moral» y estaba asociada con comportamientos considerados inmorales en la época. La enfermedad exigía silencio entre los que la padecían porque era exclusiva de personas “viciosas e incorregibles”, como se afirmaba en periódicos españoles de la época. Algunas cifras nos dan una idea del impacto de esta enfermedad. La sífilis era la causa del 10 % de todas las admisiones en los hospitales alemanes, afectaba a más del 15 % de la población de París y era la causa directa de más del 11 % de las muertes en el Reino Unido. Durante la Gran Guerra, los ejércitos europeos en liza reportaron altas tasas de infección entre los soldados, que llegaron a ser de hasta un 15–20 %.
El agente causal de la sífilis, la bacteria denominada Treponema pallidum, fue descubierto en 1905 por Fritz Schaudinn y Erich Hoffmann, dos científicos alemanes. El descubrimiento de esta bacteria, con forma de espiral (por eso se llama también espiroqueta), fue un hito muy relevante en la microbiología y la medicina de la época porque abrió la puerta para desarrollar pruebas de diagnóstico más precisas y, lo más importante, encontrar tratamientos más efectivos.
Paul Ehrlich y la quimioterapia
La realidad es que, a principios de siglo XX, no se disponía de ninguna terapia eficaz para luchar contra esta infección, ni contra ninguna otra. Encontrarla fue el objetivo que se marcó Paul Ehrlich (1854-1915). Este médico alemán estudiaba, al igual que hizo su coetáneo S. Ramón y Cajal (1852-1934) con las tinciones neuronales, cómo algunos pigmentos se depositaban de manera selectiva sobre determinadas células y no sobre otras. Con toda lógica, Ehrlich pensó que podría encontrar un pigmento tóxico que se fijara exclusivamente al microorganismo patógeno y que, por tanto, afectara selectivamente al patógeno y no al huésped. En palabras del propio Ehrlich esta sustancia sería una especie de “bala mágica” capaz de acabar con el organismo invasor, sin dañar las células humanas. En este contexto, Ehrlich también acuñó el término quimioterapia para referirse al tratamiento específico de una enfermedad mediante el uso de compuestos químicos. En este sentido, la quimioterapia de Ehrlich trataba de atajar el agente causal de la enfermedad, a diferencia de la farmacología de la época que más bien trataba sus síntomas. Ehrlich pensaba que los pigmentos que eran capaces de teñir bacterias serían buenos candidatos a agentes quimioterápicos.
Así que, con esta perspectiva, Ehrlich se empeñó, infatigable, en la búsqueda de pigmentos que fueran útiles en la lucha contra enfermedades infecciosas. Esa labor la llevó a cabo en la Georg Speyer Haus, una institución privada creada en 1904 a imagen y semejanza del Instituto Rockefeller (1901). Fué financiada por una filántropa multimillonaria (Franciska Speyer) que, como Ehrlich, era de origen judío. Este es uno de los primeros casos de mecenazgo científico de la historia.
Para encontrar esta bala mágica que acabara con el patógeno de la sífilis, Ehrlich contrató a un notable equipo de químicos y biólogos. Entre sus colaboradores más cercanos tuvo a Sahachiro Hata (1873-1938), bacteriólogo japonés discípulo de Shibasaburo Kitasato, co-descubridor la bacteria responsable de la peste bubónica. El tercer genio de este dream team fue Alfred Bertheim (1879-1914), el químico que sintetizó muchos compuestos de arsénico cuya eficacia como posible agente terapéutico era testeada de manera sistemática en animales de laboratorio. Esta colaboración entre biología, química y experimentación preclínica estableció un modelo que sigue vigente en la investigación farmacológica actual.
Después de sintetizar muchos compuestos químicos, encadenando fracaso tras fracaso, en 1909 dieron en el clavo. Descubrieron un pigmento arsenical de color amarillo que era eficaz contra la bacteria responsable de la sífilis. Le dieron el nombre de 606 porque ese era el ordinal que le correspondía en la serie de sus experimentos.
El 606 fue presentado a la comunidad médica en abril de 1910 en el Congreso Alemán de Medicina Interna. Este compuesto fue comercializado, a partir de diciembre de 1910, por la empresa Hoechst con el atractivo nombre de Salvarsán, que significa “arsénico que salva” [Salvare (lt.: salvar) + arsen (lt.: arsénico)]. No se realizaron los rigurosos estudios clínicos y de toxicidad que hoy se considerarían esenciales antes de la comercialización de un medicamento; en esa época no había ni agencias nacionales ni regulaciones que velaran por estos aspectos. Y pronto surgieron efectos secundarios que provocaron que Ehrlich afirmara que:
“No hay quimioterapia sin efectos secundarios”
Es cierto que, como tantos compuestos de arsénico, el Salvarsán podía tener cierto grado de toxicidad para algunos pacientes. Podía provocar reacciones alérgicas graves, fiebre, náuseas y daño hepático o renal. Su administración era complicada: debía inyectarse en una solución especial para evitar su rápida descomposición. Los efectos secundarios fueron en parte obviados debido a la urgente necesidad de disponer de un tratamiento eficaz contra esta enfermedad tan devastadora. En 1912, Ehrlich desarrolló un nuevo fármaco, el NeoSalvarsán (sustancia 914), que era más fácil de fabricar y menos tóxico que el Salvarsán porque contenía solo un 19 por ciento de arsénico (por un 32 % del Salvarsán).
A pesar de los inconvenientes citados, Salvarsán marcó el inicio de la quimioterapia dirigida moderna, al demostrar que ciertos compuestos químicos podían atacar patógenos sin dañar en exceso al paciente. Hasta que, a partir de 1943, llegara la penicilina a la población en general, Salvarsán fue el fármaco mas prescrito del mundo.
Ehrlich había sido capaz de encontrar, por primera vez, una “bala casi mágica”. Y eso justifica la relevancia de la cita de A. Fleming que abría esta columna y que concluye de manera rotunda: “si te tomas una medicina para curar una enfermedad, se lo debes a Paul Ehrlich”.
Ehrlich y otros muchos investigadores se dedicaron de lleno a la búsqueda de balas mágicas eficaces para otras enfermedades infecciosas (neumonía, colera, difteria, tuberculosis, meningitis y muchas más). Pero era como buscar una aguja en un pajar y ciertamente no hubo muchos progresos durante dos décadas. Pero en el verano de 1931 se hizo un descubrimiento que, en cierto modo, inaguró la denominada Edad de Oro de los antibióticos. Pero eso, amigo lector, lo dejamos para otra columna.
Un apunte español
Uno de los asistentes al congreso alemán en el que Ehrlich presentó el Salvarsán fue un joven médico español, Gregorio Marañón (1887-1960). El Dr. Marañón estaba realizando una estancia becado por el Ministerio de Instrucción Pública. A su vuelta a España, el Dr. Marañón afirmó: “Volví a mi patria portador del precioso polvo amarillo que aún no se vendía y del que la humanidad esperaba milagros, que, en parte se cumplieron. Si hubiera querido comerciar con mi pequeño cargamento de 606, me habría hecho millonario”. El mismo año de su puesta en el mercado, 1910, publicó un pequeño libro titulado “Quemoterapia moderna según Ehrlich: Tratamiento de la sífilis por el 606”.

¿Quién fue Paul Ehrlich?
Paul Ehrlich, de origen judío, no fue un estudiante especialmente aplicado. Pero a lo largo de la carrera profesional tuvo la suerte de trabajar en un contexto privilegiado que le permitió relacionarse con grandes personajes de la ciencia. Por poner un ejemplo, Ehrlich trabajó con Robert Koch (el descubridor de la bacteria que provoca la tuberculosis) en el Instituto de Enfermedades Infecciosas de Berlín. Ehrlich era un trabajador infatigable y un hombre muy modesto y discreto. Comía poco y fumaba mucho (unos veinticinco puros al día). Era frecuente verlo con una caja de cigarros bajo el brazo. Sus ayudantes y colaboradores lo adoraban. En 1908, compartió el Premio Nobel de Fisiología y Medicina con el bacteriólogo ruso Ilya Mechnikov en reconocimiento al trabajo de ambos en el terreno de la química inmunológica. Hasta el final de su vida estuvo trabajando en la Georg Speyer Haus, a la búsqueda de sus “balas mágicas”. Ehrlich murió de un ictus en 1915. Si deseas saber más detalles sobre esta apasionante historia, el biopic de 1940 “La bala mágica del Dr. Ehrlich” narra los acontecimientos de su inspiradora vida. El protagonista lo encarna el actor Edward G. Robinson.
